—¿Carla?
—Sí, soy yo.
—Soy Yoel
—¡Anda! ¿Qué tal? ¿Pasa algo?
—No, nada. Te llamaba para ver si veías mi móvil por ahí, creo que me lo dejé esta mañana en la sala de profesores.
—Bueno, por desgracia no puedo comprobarlo, hoy me he quedado en casa.
—¿Ah sí? ¿Y eso?
—Me he levantado fatal, con fiebre. No podía ni levantarme.
—Vaya, lo siento. Pero no es nada, ¿no?
—No, un constipado mal cogido. Lo llevo arrastrando varios días y hoy ya me pesa por no descansar ni tomar nada.
—Bueno, cualquier cosa que necesites me la pides, total vivimos al lado.
—Gracias, eres un encanto. Supongo que podré recurrir a mi compañera, pero bueno ya te que has ofrecido, te reclamaré si te necesito.
Los dos nos reímos y durante dos segundos se hizo un extraño silencio. Carla y yo llevábamos una relación muy buena, era la compañera de trabajo con la que mejor me entendía, sobre todo debido a nuestras edades. Pero nuestra relación se limitaba al pequeño universo de nuestro centro de trabajo. Entre aquellas paredes, todas nuestras conversaciones, hasta las más extrañas e indecorosas, parecían verse inexplicablemente legitimadas. Nunca habíamos llevado esa interacción fuera de las aulas. Hay como una clase de amigos con los que solo puedes interactuar cómodamente en un cierto ambiente determinado. Carla y yo éramos era de esa clase de amigos.
Me senté en el brazo del sofá y carraspeé bruscamente para terminar despidiéndome.
—Bueno Carla, pues eso, se despide tu esclavo.
—Ay calla, ¡ojalá tuviera hoy un esclavo para mí!
—Madre mía… ¡pobre de tu compañera de piso!
—Bueno, en realidad creo que se va a librar porque, ahora que caigo, hoy no viene hasta por la noche. ¡Jo, yo quería que me diera un masaje y me hiciera la cena! —exclamó con voz lastimera.
—Hombre, Carla, yo por un módico precio…
—¿No te valdría mi agradecimiento eterno?
—A ver... Si a eso le sumamos una cerveza helada, entonces me valdría, sí.
—Bueno, también depende del servicio, ¿eh? ¿Sabes dar masajes tú?
—Pues, hombre, titulación oficial no tengo, pero algo sé... Me gusta darlos.
—Bueno, eso suena bien. ¿Te gustan los pies?
—No es mi plato favorito...
Carla rió.
—Es que son los que más me gustan. Bueno y en la espalda también. Pero si me das uno en los pies… ¡te invito a dos cervezas! ¡A dos!
—Pues me encanta hacer negocios contigo. Bueno, en serio, ¿entonces quieres que vaya? Si me dices qué tienes en la nevera puedo ir pensando algo para hacerte de cena.
—¿En serio vas a venir? ¡Qué majo! Pues mira la verdad es que no sé qué tengo en la nevera y estoy muy vaga como para mirarlo. Pero tengo pasta y me encanta la pasta.
—Genial, a mi también. Bueno pues me voy a pasar por el súper y miro si hay algo más para acompañar y de paso llevo un postre.
—¡Hala! No hace falta, Yoel, al final te voy a deber mil cervezas.
—¡Que no, tonta! Ya que estás mala, pues por lo menos que tengas una cena en condiciones. ¿Te gusta la nata?
—¡Ummm! Me encanta. Oye, podrías comprarla montada.
—Ah, pero me refería a nata líquida para la pasta. ¿O lo dices porque tienes algo en mente de postre?
—No, bueno no sé, se me acaba de ocurrir. Es que me gusta mucho la nata montada. Puede que tenga algo… bueno, tú cómprala, ¿vale?
—Muy bien, ¿algo más quiere la señorita?
—Sí, ¡que vengas! —dijo entre risas.
—Pues enseguida estoy ahí. Ah bueno, dime tu dirección exacta, que solo se la calle.
Y después de aquella graciosa e inesperada charla-invitación, colgué y salí de casa lo más rápido que pude. En apenas media hora ya estaba plantado delante de su puerta, con un par de bolsas con ingredientes para la pasta, la nata montada y una botella de champán que no venía a cuento de nada, pero todo aquello del masaje había hecho que mi mente fantaseara de nuevo.
Abrió la puerta en albornoz, en plan maruja total, pero con encanto y gracejo. Nos saludamos y enseguida se puso a cotillear las bolsas alegrándose al ver el contenido. Me enseñó un poco la casa y finalmente me llevó a su habitación. Lo primero que hizo fue señalarme el aceite para masajes que yacía en su mesita de noche a lo que respondí con una carcajada como disfraz del nerviosismo y las ganas que tenía de tocar por fin ese maravilloso cuerpo.
—Bueno, veo que lo primero es lo primero, ¿no?
—¡Sí, porfi! ¿Me das el masaje ahora?
—Claro, venga, ¿por dónde empezamos? ¿pies o espalda?
Sin decir nada se descalzó y se sentó en la cama alzando y moviendo los pies como respuesta a mi pregunta. Me senté frente a ella y cogí su pie derecho acomodándolo entre mis manos. Me pringué un poco de aceite y comencé a esparcirlo suavemente por su planta y sus pequeños y delicados deditos. Empecé irremediablemente a encontrar aquella situación desbordantemente sensual y excitante, cosa que se acrecentó con sus leves suspiros y gemidos en señal de que le estaba gustando.
Me explayé todo lo que pude con el derecho y a continuación seguí con el izquierdo con el mismo mecanismo. Presionaba su planta con el pulgar y con la otra mano estiraba sus dedos muy despacio. Creo que aquello duró unos quince minutos, de haberlo alargado no podría haber resistido la tentación de usar mi boca. Me moría de ganas por pegar bocado a tan suculentos piececitos. Y con una cara de enorme satisfacción, se quitó el albornoz descubriendo su espectacular cuerpo tan sólo tapado con un minúsculo tanguita y un sujetador rojo. Se dio la vuelta sugiriéndome que siguiera con su espalda, pero yo estaba demasiado hipnotizado contemplando aquel maravilloso culo que lucía frente a mi. No me podía creer aquella situación, pero la estaba viviendo.
Comencé a esparcirle el aceite por la espalda después de desabrochar su sujetador. El masaje empezó con un ritmo normal, pero poco a poco, mi mirada, clavada permanentemente en aquellos preciosos glúteos, comenzó a jugármela y mis manos cada vez se acercaban más a la terminación de su espalda, sobrepasando ligeramente la línea divisoria marcada por el hilo de su tanga. Y así, sin más, en un acto que bailaba entre lo consciente y lo impulsivo, mis manos decidieron plantarse sutilmente sobre sus glúteos, apretándolos ligeramente y desplazándose de nuevo muy despacio hacia su espalda. Ella giró la cabeza y me sonrió. Pareció no molestarle demasiado.
Después de aquel exitoso envite, decidí no alejarme de ese camino y mis manos volvieron a posarse sobre su culo, acariciándolo, amasándolo y rebasándolo hasta sus muslos. De tal forma, el masaje había quedado así extendido hacia sus piernas. El subir y bajar de mis manos por su cuerpo sólo encontraba una barrera física que era aquel tanga. Viendo que el masaje había subido tanto de tono, decidí quitárselo sin encontrar por su parte resistencia alguna.
Ahora tenía vía libre para pasar mi dedo índice por la línea divisoria de sus nalgas, algo que deseaba hacer desde el momento en que se quitó el albornoz (o quizá, más bien, desde el momento en que la vi por primera vez, con aquellos pantalones ajustados azules). Empecé a masajear su culo con total libertad y ya solo guiado en un profundo deseo sexual animal que me hacía desear tocarla sin parar. Y por esa razón, mi boca entró en juego. Empecé a mordisquearle y besarle los glúteos suavemente. Sus gemidos iban en aumento cada vez que mi lengua pasaba muy muy despacio por entre sus nalgas. Primero superficialmente, después hundiéndose algo más hasta tocar y humedecer su ano.
Aquella situación era insólita, ¿quién iba a decir que mi primera experiencia sexual con mi deseada compañera de trabajo iba a ser un beso negro? Pero así era y sin duda estaba siendo el mejor y más excitante masaje que hubiera practicado nunca. Su cadera ya se había elevado dejando vía libre para que mi boca y mis manos exploraran con total libertad. Ya tenía acceso a su coño, caliente y húmedo. Me acerqué despacio. Quería saborearlo, hundir mi lengua profundamente entre su carne. Así lo hice.
Me estaba recreando y disfrutando como nunca con el embriagador sabor de aquel coño. Mi lengua lo recorría de arriba a abajo, entrando lentamente entre los labios y subiendo después hasta llegar a su culo. A pesar del manjar del que estaba disfrutando, no podía castigar así a mi polla y decidí que ya era hora de que también disfrutara de aquello.
La tomé con la mano y abrí bien sus glúteos. Reposé toda su longitud entre ellos. La movía de arriba a abajo, era como si, literalmente, me estuviera follando sus nalgas. Después mi punta se posó sobre la entrada de su coño y comencé a hundirla lentamente. Entró suave hasta el fondo. Su calor y su humedad la envolvió mientras profirió su primer gemido realmente sonoro. Comencé a usar un pulgar para presionar y hundirse lentamente también en su culo.
De esta forma comencé a galopar cada vez más rápido, con sus dos agujeros taponados y su cama tambaleándose al ritmo de los embistes. De vez en cuando su cabeza golpeaba contra la pared levemente y no podíamos evitar una breve risotada. Y cada vez las sacudidas se iban terciando más violenta y salvajes. Comencé a azotarla y a agarrarla fuerte de las caderas. Mi dedo pulgar también aceleró su ritmo de penetración en su culo hasta que llego a desaparecer por completo dentro.
—¡Fóllame por el culo! —exclamó jadeante.
No dude ni un segundo en cumplir sus ordenes. Mi polla salió de su interior y abrí sus nalgas lo más que pude. Coloqué la punta en su ano y comencé a empujar lentamente. Poco a poco iba desapareciendo, pero hicieron falta varios embistes hasta que pude meterla del todo. Por fin tenía mi polla dentro de ese culo que tanto había deseado penetrar. Los gritos podían ser escuchados por cualquier vecino, pero su estado de éxtasis le impedía bajar la voz. Su coño literalmente chorreaba y algunas gotas empezaban a empapar su edredón. Era increíble ver como ese precioso culo engullía mi polla y la sacaba al completo. Disfrutaba dejándola fuera unos segundos y volverla a meter hasta el fondo de nuevo.
Estaba a punto de correrme cuando ella me echó para atrás con el culo. Quedé sentado sobre la cama con mi polla aún dentro. Ella recostó su espalda sobre mí y plató sus pies en la cama, haciendo flexión con sus piernas. Entonces comenzó a botar sobre mí mientras con la mano se masajeaba el clítoris. Desde esa posición sólo me quedaba relajarme y disfrutar de los saltos que ella daba. Mis manos se recreaban con sus pechos, su vientre, cada centímetro de su cálida y húmeda piel. Recorría sus brazos, notando sus músculos en tensión; sus pezones endurecidos al tacto con la yema de mis dedos; su lengua cuando su boca cazaba al vuelo uno de mis dedos cuando se aproximaban por su barbilla.
Entre aquel cúmulo de sensaciones los dos tuvimos un orgasmo prácticamente simultáneo. En realidad primero fue ella, y a los pocos instantes me vino el mío cuando mi cuerpo no pudo soportar más el placer de verla retorcerse y gritar con mi polla dentro de su culo. Después se hizo la calma. Quedamos un rato respirando rápidamente recuperándonos y disfrutando de aquellas sensaciones. Y poco a poco fui sacando mi polla, impregnada con la misma leche que resbalaba desde dentro de su cuerpo y caía a su edredón y a mi cuerpo.
Después se levantó y se sentó frente a mí en la cama. Sacó un cigarro del paquete que estaba en la mesita y me miró sonriendo mientras lo encendía. Sólo se me ocurrió preguntarle:
—Bueno, ¿para qué era la nata?
Ella se rió.
—Luego lo verás.
Comentarios
Me ha encantado, muy morbosos!!
un beso